A los 76 años, edad que el paradigma contemporáneo asocia con el repliegue y la irrelevancia, Jorge Mario Bergoglio asumió el liderazgo de una de las instituciones más antiguas y complejas del mundo. Lo hizo sin ser favorito, sin representar a los sectores dominantes del clero y sin encarnar –aparentemente– los atributos que la sociedad global exige a sus líderes: juventud, audacia performativa, dominio mediático y vínculos acríticos con el sistema de poder mundial. Su edad, considerada un déficit, se transmutó en su mayor fortaleza.
Desde el inicio, su pontificado se erigió como una anomalía. En un ecosistema que arrincona a los viejos en márgenes institucionalizados –geriátricos, a menudo indignos depósitos humanos–, la llegada de Francisco funcionó como un hecho disruptivo, una provocación simbólica y política. En una cultura que fetichiza la juventud como capital y oculta la vejez como las sobras de la sociedad, Bergoglio introdujo un factor de desestabilización moral: el valor de la experiencia como factor de cambio.
Pero la irrupción fue, en rigor, epistemológica. El Papa argentino no llegó para administrar una herencia doctrinal, sino para redefinirla. En un contexto global signado por la regresión autoritaria, la desigualdad creciente, la crisis climática y la concentración del poder, Francisco desechó el silencio diplomático. Optó por intervenir. Y su intervención fue frontal: denunció la lógica del descarte, apuntó contra la financiarización de la vida, revalorizó los márgenes y desplazó el centro. Se fue a Santa Marta desde el primer minuto.
Lo hizo sin aparato, sin alianzas evidentes y desde una condición que el siglo XXI considera irrelevante: la vejez. Seguramente no se propuso reivindicar la nostalgia del tiempo perdido; buscó otra cosa: mostrar que hay en los años acumulados una capacidad de interpretación que no se enseña en los manuales del liderazgo contemporáneo. Que hay en la memoria —personal, histórica, teológica— una forma de poder que no se basa en la coacción, sino en la autoridad del ejemplo. Es una convicción que resuena con la crudeza existencial de El Eternauta, donde Oesterheld nos enseña, a través de la supervivencia de Juan Salvo y la sagacidad de Favalli, que frente al colapso de lo nuevo y lo desconocido, la experiencia acumulada, "lo viejo" que atesora la resistencia, es a menudo lo único que verdaderamente funciona y ofrece un camino cuando todo parece perdido.
El Papa se plantó en la escena internacional con una retórica incómoda para los grandes jugadores del orden vigente. No por proclamar una alternativa ideológica cerrada, sino por introducir una tensión moral que interpela incluso a sus aliados circunstanciales. Francisco defendió a los migrantes, cuestionó las guerras preventivas, abrazó a las minorías sexuales, promovió una ecología integral y señaló con crudeza la obscenidad de la riqueza de los supermillonarios que abogan por un mundo sin regulaciones con la excepción de las que ellos mismos necesitan para garantizar la supremacía de sus empresas tecnológicas. Francisco también reformó la Iglesia abriendo sus ventanas para que la luz de la verdad remediara los peores pecados cometidos por el clero. No fue, desde luego, un progresista en términos partidarios –felizmente y gracias a Dios–. Fue un disidente en clave evangélica.
En un mundo que produce odio como saldo estructural y viraliza la crueldad, su mensaje resultó disonante, pero no ingenuo. La ternura que propuso no fue sentimentalismo: fue confrontación ética, crítica a la cosificación del otro. Misericordia y compasión. Una propuesta política formulada en el lenguaje del amor. Por eso incomodó tanto: porque en esa clave es imposible que alguien pueda ser cooptado por los lenguajes del poder corporativo, de los grandes bancos y del tecnofeudalismo.
Francisco, en suma, no fue una excepción biográfica, sino histórica. No buscó encarnar el ropaje de una Iglesia para que parezca joven, sino la eterna juventud de Cristo. Y conjugando ese espíritu con la madurez de su tiempo personal, construyó una figura inesperada para el siglo XXI: un anciano que, lejos de representar el ocaso de una institución, funcionó como catalizador de su transformación más profunda.
En tiempos donde todo envejece rápido y nada dura porque todo es descarte, Francisco legó una enseñanza que excedió su rol: la vejez puede ser, también, una forma superior de lucidez. Y que, quizás, el futuro –si es que queremos tener uno– requiera más memoria que novedad, más sabiduría que ansiedad, más Franciscos que algoritmos