Federalismo sin ciudadanos
Por Pedro Pesatti
En Argentina, el federalismo ha pasado de ser un principio organizador a una mera liturgia institucional, invocada con la misma ligereza con la que se la traiciona. El resultado, previsiblemente, dista de ser la república soñada por sus artífices; se ha cristalizado, en cambio, una nación fracturada, donde la igualdad ante la ley cede terreno a una ominosa geografía del privilegio.
Dos concepciones antagónicas pugnan bajo la misma denominación. La primera —hegemónica y deshumanizada— concibe el federalismo como una mera superficie transaccional, un entramado jurídico que regula la relación entre la Nación y las provincias al modo de una sociedad anónima, donde los "accionistas" compiten por utilidades. En este esquema, los verdaderos protagonistas son las estructuras de poder: los gobiernos, los ministerios, la coparticipación, las transferencias discrecionales. Es un federalismo de cifras, de cláusulas y coeficientes, donde la organización del poder se reduce a un presupuesto. La política, en su expresión más burda, deviene contabilidad, y lo humano se desvanece detrás de la tecnocracia y la rosca parlamentaria.
La segunda concepción, ostensiblemente menos practicada pero infinitamente más legítima, postula el federalismo como la garantía de ciudadanía plena para cada habitante, sin importar su origen o residencia. Este es el federalismo humanista, aquel que trasciende la estéril discusión sobre la coparticipación para interrogar el para qué y para quiénes se distribuyen el poder y los recursos públicos. No se conforma con la letra fría de la Constitución, sino que emerge de las necesidades concretas de cada provincia y sus ciudadanos.
En este sentido, la transferencia del sistema educativo a las provincias durante la década de 1990, bajo la engañosa bandera de la profundización federal, se erige como el ejemplo más elocuente —y dramático— de cómo el primer modelo se impuso con brutalidad sobre el segundo. La descentralización, presentada como un acto de autonomía pero desprovista de financiamiento adecuado y criterios de equidad, se metamorfoseó en la principal herramienta para petrificar la desigualdad en niveles irreversibles. Lo que en teoría debía democratizar la gestión educativa, en la práctica consagró la inequidad.
Esta operación —transferir sin garantizar recursos— no fue un desliz técnico; fue una decisión política deliberada, imbricada en el núcleo más crudo del credo neoliberal. En efecto: bajo la retórica de la eficiencia, se consolidó una Argentina de velocidades múltiples, donde la trayectoria vital de una persona depende más de su territorio de nacimiento y de las condiciones socioeconómicas familiares que de su inherente condición de ciudadano. El federalismo, concebido como antídoto contra la desigualdad, se convirtió así en su principal legitimador.
Y es aquí donde se desnuda la falacia central del modelo dominante. Porque no puede haber federalismo donde proliferan los ciudadanos de segunda clase. No se puede invocar la autonomía provincial mientras se desfinancian hospitales, se paralizan planes de vivienda o se cercenan jubilaciones que, en vastas regiones del país, constituyen el único sostén de comunidades enteras. El problema no es técnico: es, por lo tanto, moral.
En consecuencia, la apelación a un federalismo de ciudadanos se torna imperativa. Es, por sobre todo, una demanda de sentido. Implica repensar la Nación desde sus márgenes, desde las geografías postergadas, desde las personas concretas que soportan el costo de cada decisión tomada en nombre de una república que, por el solo hecho de haber nacido lejos, ya no los incluye. Es comprender que el verdadero debate no reside en cuánto percibe un gobernador, sino en cuánto pierde un niño cuando no accede a una escuela que le garantice calidad educativa, o un jubilado cuando no puede adquirir sus medicamentos por el imperio de una ley que, detrás de un nombre altisonante, busca pulverizar las bases elementales —reitero, las bases— de la cohesión social y el proyecto común de cualquier país.
En definitiva, el federalismo no puede ser una mera disputa entre esferas de gobierno. Si no se transforma en una política de integración social que persiga el equilibrio real en el acceso a los derechos, deja de ser una forma virtuosa de organización para mutar en un sofisticado dispositivo de exclusión masiva. El federalismo, en su sentido más profundo, es la vida misma de nuestra organización constitucional; no solo una cláusula jurídica, sino una ética del Estado y una visión de Nación que nace y se proyecta desde las provincias. Su razón de ser es garantizar los derechos de cada ciudadano con oportunidades reales e igualdad, asegurando que el lugar de nacimiento o residencia no determine el destino de una persona. Trágicamente, esta promesa que alguna vez pareció posible, hoy se desvanece en una quimera.